No cambio la experiencia de nacimiento de Valentina,
Cuando sentía el dolor físico más fuerte cerraba mis manos y me aferraba a la cabecera de la camilla pensando en mi Madre del cielo,
El dolor hacía que mis manos y piernas temblaran y su intensidad era tal que no podía ni siquiera concentrarme en terminar un Ave María.
Pero pensaba que esa era otra forma de oración y solo me concentraba en saber que Mi madre del cielo me cubría con su manto y que Dios no me abandonaría.
Solo repetía “Virgen cúbreme con tu manto precioso, Jesús no me abandones” y en nada más podía pensar… no podía pensar en bien ni mal ni en intentar ser o no ser fuerte.
Lo que si pasaba por mi mente era ese sentido redentor del dolor, en el valor espiritual de la entrega de ese dolor por amor y en el valor de una vida.
En como ese dolor entregado por amor en Espíritu rendía el fruto espiritual tan bello de la vida. En que mi sacrificio significaba el don de alguien más.
Días anteriores, haciendo novena a la virgen, venía la reflexión sobre la maternidad de la virgen, que cuando Jesús dice que su madre y hermanos son quienes cumplen la voluntad de su Padre establece la sublimidad de la maternidad espiritual sobre la maternidad corporal.
Por tanto , si la entrega física de la maternidad corporal es tan intensa y fuerte, tanto más lo es ser madre espiritual, si tanto es el dolor por el que pasa uno por dar una vida corporal, tanto más dolor sintió Jesucristo al redimir todas las “vidas” de los seres humanos.
Cuando mi cuerpo temblaba y me aferraba a la cabecera de la cama esperando la anestesia, pensaba en que espiritualmente acompañaba a Cristo en los azotes que recibió en la espalda, pero ya no podía yo más.
Acompañaba a Cristo de una manera muy mínima , comprendí la magnitud de su entrega y le decía “Estamos juntos, Cristo estoy aquí contigo pero soy pequeña y débil, entiendo que mi acompañamiento es mínimo en tu sufrimiento y te pido perdón por no poder soportar más”
Entendí que mi límite como humana es dar todo lo que puedo, aunque vea que todo lo que puedo es poca cosa.
Cuando nació Valentina y la primera vez que llegamos a casa que en realidad estuvo asustada y nerviosa con todo el cambio de aromas, ambientes y personas, lloró desconsoladamente y naturalmente lo que reconoció fue su hogar/madre.
Cuando me reconoció pudo consolar su llanto y su manita encontró mi mano y se aferró de la misma manera que yo me aferré a la cama cuando pensaba en María.
Ese es el regalo de la maternidad.
Entendí que no era mi elección ser su morada, es decir que no hice yo nada meritorio para tener la confianza de mi bebe, que no hubo requisitos o exámenes que tuviera que pasar, que no tuve que competir para ganar su confianza, sino que era un regalo y una responsabilidad muy grande dada del cielo.
Vi también que ese regalo es para la madre y no para la hija, si por gracia de Dios su vida sigue su curso la hija crecerá y será adulto con sus propias decisiones y no va a ser consciente del sacrificio de la madre, tal como uno nunca se da cuenta de los sacrificios que los padres hacen por uno hasta que se convierte en padre.
El regalo de la hija es el don de la vida, grande y maravilloso. Pero el don espiritual de la maternidad es solo para la mamá, así como el padre tiene su propio regalo espiritual.
Parte de ese regalo de ser madre es encontrar la fuerza donde ya no hay más, encontrar el coraje donde ya no queda. Como María en las bodas de Caná, encontrar vino donde ya no hay.
En mi historia de parto pasé casi 4 horas pujando ya con dilatación, claro que yo no pensaba en horas ni en cuanto tiempo había pasado.
Pero la última hora que me dijeron “tienes que hacer aún más esfuerzo” en cada puje pensaba en cada decisión difícil que había tomado en el pasado para proteger este tesoro de formar una familia.
En el coraje que necesité para decir que no a comodidades, para cerrar la puerta a influencias que me alejaban de ese ideal, para optar por lo correcto en lugar de lo cómodo.
En cada puje pensaba en una dura decisión del pasado que había dado fruto y en como hasta hoy, de la mano del Espíritu Santo había podido decidir el camino correcto aunque parecía estar lleno de espinas.
Y de ahí, del Espíritu de Dios, salió la fuerza para seguir esforzándome físicamente.